Secreto a voces: Infligir el dolor fue política de Estado en Chile

Por Maxine Lowy

“Cómo va ser tanto?” [i]
Ante la incredulidad de los jueces de que la tortura se habría convertido en práctica sistemática en Chile, cincuenta personas se presentaron en la Corte Suprema para que los Honorables vieran los rostros de quienes lo habían sufrido, literalmente, en carne propio.

Era enero del 1974 y el abogado Andrés Aylwin (1925-2018), diputado por San Bernardo hasta la clausura del Parlamento tras el golpe civil-militar, quería que los jueces conocieran las consecuencias de su negación de los recursos de amparo que detallaban los abusos.[ii] Sin embargo, igual los jueces quedaban inconmovibles.

Desde fines de septiembre 1973, antes de la creación del Comité Pro Paz, desde su pequeña oficina a media cuadra de los tribunales el hermano del expresidente Patricio Aylwin, se interpusieron los primeros recursos de amparo para proteger personas detenidas. Por medio de esta oficina, con la colaboración de jóvenes abogados, desde muy temprano, los jueces tuvieron conocimiento de la práctica de tortura.

La mayoría de los sobrevivientes que recuperaban su libertad no querían ningún contacto con un abogado, permaneciendo mudos.

La inmovilización de la población ante el terror fue la primera expresión pública de la tortura. Los verdugos de las dictaduras del mundo utilizan la tortura como instrumento de control tanto del individuo, cuyo cuerpo es objeto de torturas, como de la sociedad, mediante el miedo. Los sobrevivientes ponen en evidencia ante los ojos de los demás el peligro que uno se corre al oponerse al régimen, y así aseguran una población sumisa. La tortura, entonces, constituyó la piedra angular de la política estatal de terror de la dictadura chilena cuyo objetivo era dominar a la población chilena por medio del miedo.

“Uno deducía que estas personas o eran testigos o ellas mismas habían sido tan golpeadas hasta quedar aterradas”, afirmó don Andrés a esta periodista en 2005. “Mucha gente empieza a sentir más miedo a la tortura que a la muerte. Había conciencia de qué si te tomaban preso, ibas a sufrir tortura. Al principio lo que las madres temían era que a sus hijos les torturan. Decían, ‘No quiero que mi hijo vuelva ciego, que vuelva quebrado’. Eso tú lo escuchabas desde el primer día”.

En 1973 y 1974, Andrés Aylwin y otros abogados defendieron personas acusadas por los Consejos de Guerra, instancias sumarias que dictaron sentencias altas, decidiendo en muy breve plazo el destino de cientos de personas, sin darles la posibilidad de una defensa adecuada. Aunque a los abogados les daba poco tiempo para reunirse con su defendido, las secuelas de tortura eran evidentes: una lesión, un brazo malo, o simplemente estaban muy atemorizadas. Era frecuente que el defendido era reacio a reconocer lo que le habían hecho, y menos dispuesto a denunciar, ya que permanecía en prisión.

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